En mi pueblo todo parecía estar congelado en el tiempo. Las calles largas y empedradas estaban flanqueadas por árboles altos y majestuosos que parecían vigilar el camino hacia el pasado. Cada rincón de ese lugar estaba impregnado de recuerdos, de historias que pasaban de boca en boca como una retahíla interminable.
Los portones de las casas eran testigos mudos del fisgoneo nocturno y de los amores clandestinos que se desarrollaban entre sus paredes. Se decía que esas viejas puertas eran cómplices de los enamorados y que guardaban en sus jambas los secretos más oscuros y los sueños más dulces.
En las tardes de arreboladas, el paisaje del balcón cívico se refrescaba con la brisa que llegaba desde el río cercano. Allí, el viento se desataba a las 3 de la tarde y el sol se ocultaba detrás de las montañas, dejando un manto de sombras sobre las calles.
Y en medio de todo esto, estaba mi pueblo, mi hogar. Un lugar donde tenía un pedazo de mi corazón y donde vivían mis amigos de toda la vida. Juntos compartíamos las tardes de verano en la plaza del pueblo, hablando de nuestros sueños y nuestros miedos, y sintiéndonos libres en ese mundo en el que todo parecía posible.